Por M. en C. Amy Peralta, infectóloga
Probablemente has escuchado el término “seguridad alimentaria”, que significa que todas las personas tienen, en todo momento, acceso físico, social y económico a alimentos suficientes, inocuos y nutritivos que satisfacen sus necesidades energéticas diarias y preferencias alimentarias (Banco mundial 1996); en pocas palabras, que todas y todos podemos disponer regularmente de alimentos en cantidad, así como de calidad, acorde a nuestras necesidades personales y culturales. Por el contrario, la “inseguridad alimentaria” es cuando no se posible garantizar acceso a esta alimentación. Aunque este término está muy relacionado con el nivel de pobreza extrema, también son relevantes el nivel educativo, cultural, familiar y ambiental, particularmente derivado del colapso climático.
En países de África, la falta de acceso a alimentos es el principal problema, ya que una de cada 5 personas padece hambre (FAO, 2023); siendo las y los niños quienes más sufren estas consecuencias. Sin embargo, la inseguridad alimentaria tiene otras aristas, por ejemplo, en América, aunque se tiene acceso a varios alimentos, la mayoría son de baja calidad, ricos en carbohidratos y grasas trans.
México es considerado un país con una economía creciente, siendo la doceava economía del mundo según el Fondo Monetario Internacional (FMI 2023). Paradójicamente, se estima que casi un cuarto de la población mexicana sufre de inseguridad alimentaria moderada o grave, siendo de 18.2% por carencia y en la población rural de hasta 23.9% (CONEVAL, 2022). La desnutrición crónica afecta a uno de cada 8 niños y niñas en la primera infancia, y uno de cada 4 niñxs indígenas padece desnutrición crónica (ENSANUT 2018).
Esta injusticia alimentaria, no solo depende de la repartición de riquezas sino de la obtención de los alimentos; es decir que la alimentación basada en carne es injusta por su propia naturaleza, ya que implica mayor uso de suelo y agua para la agricultura ganadera, que conlleva deforestación, sequía y excesiva producción de CO2. Por otro lado, debemos considerar que también existe una “injusticia interespecie” cuando como humanxs nos arrogamos la atribución de decidir sobre la vida, libertad y derechos reproductivos de lxs demás animales. Esto nos desensibiliza como individuos y sociedad, llevándonos a normalizar el hecho de que cada día 7,200,000 animales son privados de su vida para alimentar a lxs humanxs, especialmente de países desarrollados o en vías de desarrollo.
No olvidemos que la ingesta de productos animales se asocia directamente a mayor riesgo de padecer enfermedades cardiometabólicas (ADA 2018), así como cáncer de mama, de colon y recto. Casi el 70% de las últimas pandemias están relacionadas directamente con diferentes métodos de explotación a otras especies de animales.
A pesar de que hay evidencia científica que respalda esta información, en centros educativos, hospitales y áreas de trabajo, se siguen ofreciendo alimentos de mala calidad: galletas, embutidos, jugos artificiales, lácteos, carne y frituras.
Por otro lado, la alimentación basada en plantas ha demostrado ser de mejor calidad, especialmente por sus efectos antiinflamatorios, las proteínas no nefrotóxicas y la menor cantidad de colesterol y grasas trans que contiene. A pesar de ello es difícil el acceso a alimentos basados en plantas de calidad, debido a la falta de opciones en algunos comercios, donde la única opción son las papas fritas. Esto coloca a la población en vulnerabilidad alimentaria por el difícil acceso a comida saludable.
En conclusión, consideramos que para reducir la brecha de la seguridad alimentaria debe existir un compromiso real entre las autoridades gubernamentales, educativas y de salud, enfocado no solo en procurar el acceso a la cantidad de alimentos sino a la calidad de los mismos, evitando paradigmas como la obligatoriedad de consumir carne o lácteos.
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